jueves, 10 de enero de 2013

Labios de sangre. Preludio

La noche ya había caído. Un velo de niebla fría daba al lugar una falsa luz, cubriendo la luna y las estrellas brillantes en un cielo negro. Era noche de luna llena, una noche oscura a pesar de esto. Todo estaba en silencio y el mundo parecía dormir en un tranquilo sueño.

Pero esta tranquilidad no era tal. Se respiraba miedo y sangre en el aire cargado. Las brujas se reunían en oscuros aquelarres, escondidas en lúgubres claros del bosque. La cabra de la muerte parecía llorar como un gato en lo alto de un árbol muerto. Las ánimas de la Santa Comparxa vagaban en silenciosas procesiones fúnebres por los cruceros de piedra. Los lobos aullaban rompiendo el silencio nocturno, haciendo un eco sordo en los montes ocultos. Extrañas sombras de criaturas funestas parecían saltar sobre los tejados de las casas de la aldea. El aspecto lóbrego del lugar era debido al atraso de aquella gente respecto a las ciudades y villas más próximas, que de cualquier manera se encontraban lejos. Una pequeña villa que antaño había sido lugar de paso para grandes personajes y próspera debido a los intercambios mercantiles allí efectuados pero que con el paso del tiempo sus habitantes se tornaron reacios a asimilar los cambios tecnológicos y los avances de la ciencia.

Una espesa bruma recorría toda la aldea, y se colaba en las casas por debajo de las puertas; la luna era opaca esa noche. Todo ese escenario parecía sacado de algún cuento de miedo perdido en el tiempo... Mirabelle se asomó a la ventana, ya no aguantaba más tiempo en la cama dando vueltas sin poder dormir. No le gustó lo que vio fuera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y erizó el vello de sus brazos. Tuvo el impulso de abrir el cristal, pero sintió terror cuando respiró el aire que olía a muerte cercana. Un extraño personaje con un largo abrigo negro estaba sentado en el tejado, frente a la casa de Mirabelle. La muchacha distinguió unos cabellos de negro y azabache que llegaban más abajo de los hombros de aquel extraño. La pálida luz de la luna no le mostraba nada más, sólo aquella oscura melena y el perfil de un ser que aunque inspiraba miedo, también le traía interrogantes a su mente que no lograba llegar a comprender. La joven pensó que sería mejor cerrar la ventana y acostarse de nuevo. Tal vez sus ojos la engañaban, o quizás soñase despierta... Pero, ¿quién era aquél extraño, y qué hacía en el tejado a aquellas horas de la madrugada? Fuese como fuese, absorta como estaba en sus pensamientos, no le dio tiempo a reaccionar cuando la sorprendió aquel diablo.

La observaba desde el alféizar de la ventana. Mirabelle no se percataba de que él la llevaba observando varios minutos y se preguntaba cómo había llegado allí, pero no encontró explicación. Parecía un joven como cualquier otro, pero no era realmente así. Sus ojos azules, fríos y punzantes estaban clavados en ella con una mirada impía. La muchacha reparó en unas venas azules que se dibujaban en su rostro pálido. Otras venas rojas tornaban aquellos ojos de hielo en un infierno sangriento. Las pálidas mejillas contrastaban con sus labios amoratados, una dulce boca de sabor amargo. Sonrió en cuanto la joven se paralizó ante tan llamativa e inusual  imagen. Era una sonrisa sin escrúpulos, en la que relucían unos caninos amarillos muy afilados. Un hilillo rojo se escapó de su boca, sangre caliente que hirvió en los labios de aquella criatura.

Mirabelle, paralizada, no sabía qué hacer. Tenía miedo de aquel ser extravagante que no dejaba de sonreír y observarla; y ella estaba tan asustada que lo único que pudo hacer fue llorar. Una lágrima bajó hasta la comisura de su boca. El vampiro acercó una mano, con largas y viejas uñas, hasta el rostro de la muchacha. La acarició y enjugó sus lágrimas. La joven ya no sentía terror, pues había dejado de verlo como un monstruo. Lo miró a los ojos y sintió que realmente no quería escapar: su mirada seductora y fija la tenía hipnotizada. Así, quietos y en silencio, permanecieron algunos minutos que fueron eternidades, una tras otra. Ella pareció confiar ahora en aquella criatura de la oscuridad, pero la tranquilidad que sintió en aquel instante se vio interrumpida por la sensación de sed del vampiro. Le echó las garras encima y la muchacha consiguió esquivarlas. El demonio perdió el equilibrio y cayó dentro de la habitación, de rodillas ante la asustada Mirabelle. Se descontroló y se llenó de furia, la atacó sin piedad saltando sobre ella, necesitaba su sangre para vivir aquella noche y no le quedaba mucho tiempo antes del amanecer. La persiguió por todo el cuarto. Ella consiguió llegar a la puerta y quiso abrirla, pero el vampiro saltó sobre ella y se lo impidió. La joven corrió dando vueltas con aquel ser a sus espaldas, muy cerca. Tropezó y tiró un espejo al suelo que rompió en pedazos. Mirabelle cogió uno de aquellos cristales y se enfrentó a su miedo. Ya no había escapatoria: era luchar con una oportunidad de conseguir escapar, o abandonar toda posibilidad. Uno frente a otro, una mirada rabiosa y depravada ante otra asustada y temerosa.

El vampiro la atacó y clavó sus uñas en el rostro de ella, arañándole la mejilla. Mirabelle no quería morir, arremetió contra él y le hundió el cristal en el pecho, atravesándole el corazón. La criatura profirió un grito ensordecedor de agonía, signo de pesar y liberación al mismo tiempo. Su alma se liberó. Gran cantidad de sangre salió de su pecho y su boca. Mirabelle recordó entonces unos versos que había leído en algún libro de la biblioteca, y los modificó para la ocasión:

"Sí, te he querido como nunca. ¿Por qué besar tus labios de sangre, si se sabe que la muerte está próxima?"

El cadáver se convirtió en polvo. Entre unas pocas cenizas negras que quedaron, la joven encontró una cadena y una placa, ambas de oro. En ella leyó un nombre con un apellido: Kenneth McCormick. Recordó entonces la antigua leyenda del castillo en la ladera norte de la montaña. Amanecía cuando se acercó de nuevo a la ventana, con las cenizas envueltas en un pañuelo de seda. Las echó al viento y pareció formarse un remolino en el que Mirabelle pudo ver el rostro de Sir Kenneth. Puso la cadena en su cuello y la apretó contra el pecho. Se sintió feliz. La herida de la cara pareció hervir en aquel momento. Un hilo de sangre goteó en su camisón.

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